sábado, 9 de julio de 2011

Creaciones divinas

                                                                   
La noche del 19 de marzo estuvo muy clara porque al cielo le había salido una luna así de grande. El chico de la esquina tendría un poco más de 25 años, llevaba una franela azul ajustada, el cabello muy negro, reluciente por el efecto de la brillantina que hacía destellar unos pinchos desordenados. Daba pasos agigantados por sus largas piernas y sus pantalones no podían ser más ceñidos, tanto que dejaba ver unas potencialidades capaces de retener la mirada de cualquier transeúnte curioso. La luna suplía aquella noche las deficiencias del alumbrado público que venía fallando desde que las empresas eléctricas pasaron a formar parte del emporio republicano. Pero el chico no veía las noticias, a él solo le interesaba conseguir algo para “salvar la noche”. Su actitud parecía fingir la espera de un taxi al que, desde luego, nunca embarcaría y como no era buena idea mantenerse estático, por momentos recorría toda la manzana y volvía a aparecer como una ánima sola en el poste de luz ahora parpadeantemente amarilla iluminando una entidad bien formada, corpulenta, rebosante de energía y con la actitud necesaria como para tragarse al mundo en trozos grandes y sin masticarlos. Su audacia era tan precisa que cuando escuchaba el ruido de un coche se transformaba en una especie de muchacho entrañable y dulce. 

El señor conductor iba en una Ford Runner 2005 color vino. Venía como a 80 km/h porque entre las copas que se bebió en casa del Alcalde y el Rivotril que tomaba para calmar la ansiedad, la prisa ahora ocupaba un lugar secundario. Era maduro, con poco cabello, más bien calvo, iba todo de negro y el cuello mao más abierto que de costumbre. Esa noche decidió dar unas vueltecillas antes de ir a la cama. Se había percatado que llevaba una vida un tanto aburrida y cuadriculada. Por eso, antes de coger la autopista decidió bajar la ventanilla para dejar que un vientecito demasiado fuerte y fresco para merecer el dulce nombre de brisa le rozara la cara y le moviera los pocos cabellos que le quedaban en su brillante calva. Metió un compact disc y se escucharon los primeros acordes de “I Say a Little Prayer” de Aretha Franklin. Nunca antes se había sentido tan a gusto y con las condiciones dadas para dejarse llevar.  

El chico divisó los focos del automóvil y automáticamente utilizó su arma de seducción. El semáforo cambió a rojo y cuando los frenos se activaron encima del rayado de peatones, el despeinado señor presenció una creación divina modelando una osamenta bien formada cubierta con una carne saturada de testosterona, alcohol, morbo y una belleza de extremo peligro. El típico slow motion se presentó en la escena y el chico aprovechó la mirada hipnotizada del señor. Un guiño de ojo y la entrada de su mano en el bolsillo bastaron para penetrar sutilmente en el subconsciente secreto y profano del señor conductor, quien ahora embobado ante aquella malévola y exquisita aparición y contaminado por el pecado y la tentación, preguntó en tono medio nervioso, pero sin asomo de dudas:  

-Buenas noches Joven, ¿A dónde vas?  
-Estaba esperando un taxi pero no pasa ninguno 
-Si quieres te llevo 
-OK, Si va.  

El muslo forrado de bluejeans fue a posarse directamente encima del móvil del señor, y éste, no con el único objetivo de evitar que esos 90 kilos destruyeran el aparato, sino más bien, sentir la presión de esos duros glúteos encima de sus dedos nerviosos, fríos y húmedos, apartó el teléfono y muy tímidamente, sintió la dureza de las extremidades del hombre. Otra vez experimentó un subidón que le hizo recordar su problema de hipertensión y decidió romper el hielo. ¿Cómo te llamas? Preguntó. A lo que el chico respondió sobreactuado como para poder pronunciar un nombre tan irreal como: Brandon.    

Las orejas del señor eran de un rojo sangre al igual que los calzoncillos del chico. El señor se dio por vencido ante la verdad: -“no me importa nada”- Susurró entre dientes. Que una sola noche de locura y desenfreno no pondría fin a su vida de sacerdote. Que el  próximo domingo daría su acostumbrada misa. La brisa nocturna les dejaba una sensación mentolada en la cara, como un aftershave pero sin el shave. Entraron a la autopista y luego en la habitación del hotel. Horas después, el sol del mediodía fue testigo junto a los periodistas, de la declaración del agente. La policía confirmó que el señor recibió la misma cantidad de puñaladas que el número de la habitación. Era la 26.

jueves, 3 de febrero de 2011

Una novela venezolana


La tarde en que Cristóbal José Valbuena Rodríguez, un alto funcionario de una empresa del Estado fue acusado de malversación del dinero público por invertir los excedentes de los ingresos petroleros en una cadena de clínicas clandestinas de cirugía plástica y estética, la noticia dio más vueltas que un medidor de luz. En la mañana siguiente los nervios invadieron su círculo de amistades y en la oficina el ambiente era denso y confuso. -¡Se jodieron esos cobres, yo lo sabía! –Gritaba el vigilante de la Asamblea Legislativa a los periodistas en las puertas de la sede-. Algunos medios amarillistas cuentan que vieron salir a varias secretarias por la puerta trasera y una de ellas soltó un tacón que ahora está en manos de la Disip.  

El importante funcionario se defendió a capa y espada de los ataques ante el Congreso, acusando a su vez a todos los diputados por cómplices, ya que éstos pagaron todas las tetas, narices, culos, cinturas, labios y pómulos a todas sus esposas, incluyendo las amantes y las presuntas secretarias escapistas. Con este alegato pretendió lavar su reputación, a la vez que justificaba: "Esas mujeres ya entradas en kilos y con un careto de bruja de pueblo, deben ser intervenidas inmediatamente en pro de la imagen del partido político"

La primera plana sorprendió al Gobernador del estado Pachencho López Bebedor, quien molesto por no haberse enterado de estas clínicas, decide condenar a Cristóbal a una pena muy característica, nombrando una comisión de seguimiento para ponerle tetas nuevas a sus hijas, sobrinas, primas, hermanas, cuñadas y a su propia madre. Desafortunadamente, ésta última murió en la operación porque el médico no puso una coma entre los número 3 y 5 minutos, y el anestesista le empujó media hora de “halotano”; medicación que dejó a la pobre señora mirando para los médanos.

Cristóbal José, ofendido y engañado por sus colegas se retira del Parlamento alzando el puño en defensa de su honestidad. Cansado de todo se va su casa donde lo esperaba su esposa María Hidrocele Betancourt, quien está locamente enamorada del chofer Jaime "El Chino", quien ha hecho pública su pasión por la cocinera Yuleisi Andreína, quien a su vez está loca por Simón Alberto, hijo mayor de Cristobal José, obsesionado y enganchado a un romance secreto con Chucho (alias Platanón), el robusto y divertido jardinero de la mansión Valbuena.

La incomprensión de los vecinos, malvados y mentes mojigatas que por envidia condenaban la felicidad de la familia, los tildaron de asquerosos, ratas y escribieron grafitis en las paredes de la hermosa casa, con frases como éstas:

"Con tetas también hay paraíso"
"Chucho, yo también te amo. René"
"Cristóbal, te vieron por el Kilómetro 7"
"Yuleisi, Simón Alberto es raro"
“Antes tenía una duda, ahora no se”
"Arriba Rafa, más arriba, más arriba...ok, ahora déjenlo caer"
"Carlos Baute es un farsante"
"Y Boris Izaguirre también"
"Arriba la arepa, abajo la tortilla española"
"Hoy no fío, mañana sí"

…así como otras impublicables y despectivas consignas que acabaron con el suicidio de este honorable y respetado parlamentario.

Hoy, a un año de su partida todas lucen hermosamente operadas, el tacón continúa en la sede policial y el vigilante fue nombrado jefe de mantenimiento. Eso sí, todos con el recuerdo perenne de un gran hombre que luchó por el bien de una sociedad que mantiene viva su idea de: “No hay mujeres feas, sino pobres”.