sábado, 31 de enero de 2009

Lluvia


¡Son de verdad! Gritó un transeúnte que había atrapado uno al vuelo. Aquello era como cuando se rompe una tubería, como cuando el agua irrumpe en todas las direcciones chocando consigo misma. ¡Que gusto que lluevan Euros coño!

Fue cuando empezaron a caer, que la gente se volvió como loca. Señoras peinadas con mucha laca, un hombre con muletas, los cajeros del Mc Donalds y el Burguer King, el vendedor de películas piratas, los repartidores de publicidad, los chavales del colegio, mi vecina simpatizante del PP y hasta un perrito mordía uno y lo sacudía con fuerza.

Bajaban en vuelo caprichoso, en zig-zag elegante, eran nuevos, tensos. Por eso planeaban tan bien. Por eso parecían reírse de las manos frenéticas que se alzaban para cazarles aún en el aire. Incluso la gente subía, descendía, se inclinaban y hasta chocaban unos con otros para meterse en los sitios menos pensados: bajo un banco, en las ranuras de las alcantarillas, en el pelo de la señora con la laca.

Aquello parecía un juego de rugby que están todos apilados y el balón no se ve por ningún lado. Sublime! Se habían vuelto locos, no, locos no, insanos. La gente dejaba las maletas, amarraban a sus perros en lo primero que veían y éstos ladraban nerviosos. Desesperados, unos dejaban a sus parejas atrás y corrían al ver semejante escena.

Una madre aparcó el carrito de su bebé en la mesa donde se tomaba un café y se tiró al suelo cuando vió uno de 20 euros. El crío se puso a chillar como un descosio, pero pronto dejó de oírsele porque todos chillaban: los perros, las señoras, los señores, los chavales, el hombre del kiosko.

Empujones, puñetazos, patadas.Otra señora de aros grandes en sus orejas resultó herida al enganchársele uno en la cartera de otra mujer. Nadie reía, todos estaban concentrados en los billetes.

De repente en medio de aquella semi-apocalipsis, el ruido de la sirena policíaca se unió al sonido desafinado de la multitud. Salieron de todos lados y aunque los ojos se les salían al ver el montón de pasta, ellos no "debían coger ninguno". Impecablemente uniformados, grandes, enormes y fuertes policías rodearon por todas partes, cortándoles el show.

Ya no caían más. Sin embargo la gente se metía el dinero por todos lados. Hasta en las tetas. En breve, hubo un movimiento de concentración hacia el portal de la torre de donde caían los billetes. Escoltaban a dos hombres jóvenes con pinta de rockeros, uno con melena y otro con una coleta que le colgaba hasta la cintura. Llevaban una maleta cada uno y un billete se asomaba atrapado en el borde. ¡Eran ellos los generosos!

Cuando la policía los trasladaba hacia el camión, uno de ellos gritaba con un acento inglés -¡Compren hamburguesas, compren tartas de manzana, aprovechen las rebajas, compren vaqueros y zapatillas, compren lo que les de la gana. A la mierda la crisis!

Y el hombre de las muletas dijo -¿Por qué los detienen si nos están haciendo felices?- ¿Es un delito regalar dinero? gritó la madre escapista con su bebé ahora en brazos. El sargento, o algo así, no se entretuvo a explicar. Se le notaban las ganas de alejarse de la multitud y ahora con montones cámaras de televisión exclamo: ¡Disturbación del orden público!